Hace un tiempo participé en la pre-campaña presidencial de un dirigente peruano. Era una figura conocida, con trayectoria política, convicciones claras y una historia personal vinculada a un expresidente que había tenido sus tropiezos con la justicia (algo que en la región ya no sorprende).
El proyecto pintaba bien: había un esquema de trabajo, un equipo en formación, y una oportunidad real de involucrarme en una carrera de alto nivel desde una etapa temprana. Para alguien que trabaja en comunicación política, no es poca cosa.
Pero con el correr de los meses, lo que parecía una buena oportunidad terminó mostrando otra cara.
Las primeras señales
El candidato tenía 80 años. Y si bien la edad no siempre es un problema, en este caso sí implicaba ciertas limitaciones: poca energía para el trajín de la campaña, dificultad para sostener el ritmo y, sobre todo, escasa apertura a los procesos colectivos.
El trabajo comenzó con lo básico: reactivar sus redes sociales, ordenar la presencia digital, armar las primeras piezas y dejar lista la estructura mínima para salir a comunicar. Fueron semanas intensas, de mucho empuje inicial.
Sin embargo, el candidato no se involucraba. No daba feedback, no participaba de las decisiones clave y, en general, no mostraba interés por lo que hacíamos. Primera bandera.
El equipo empuja, el candidato no
Durante el segundo mes, el candidato empezó a tener algo más de presencia pública. Nosotros aprovechamos para generar contenido a partir de sus discursos: frases destacadas, videos breves, pequeñas campañas con presupuesto muy acotado (200 USD mensuales).
El objetivo era claro: optimizar al máximo los pocos recursos disponibles para llegar al público objetivo. Aun así, el escenario era difícil. Internamente, el candidato comenzó a tener tensiones con su partido. Sospechaba que no lo iban a dejar competir. Pero tampoco estaba dispuesto a discutirlo.
A partir del cuarto mes, pidió “pausar” la campaña. No lo dijo con esas palabras, pero fue eso: sin pauta, sin estrategia, sin dirección. El equipo digital quedó en el limbo, trabajando sin claridad ni respaldo.
El final anunciado
Poco después, el candidato confirmó lo que ya intuíamos: no seguiría en carrera. Alegó razones personales y familiares, y cerró el proyecto sin mayores explicaciones.
Lo que había comenzado como un desafío de 18 meses se disolvió en cinco. No hubo cierre formal ni balances. Solo un equipo reducido que quedó a mitad de camino, con tiempo, energía y expectativas invertidas.
Lecciones que quedan
A veces los proyectos no fallan por mala estrategia ni por falta de ideas. Fallan porque el liderazgo no está a la altura. Porque el deseo de competir no es real, o porque se subestima lo que implica sostener una campaña.
De esta experiencia me llevé una certeza: como consultores, no solo analizamos escenarios o diseñamos mensajes. También aprendemos a detectar cuándo una campaña no tiene motor.
El camino en política tiene momentos intensos y otros frustrantes. Lo importante es seguir construyendo, incluso cuando toca tropezar. Porque, aunque algunos candidatos se esfumen antes de arrancar, cada experiencia aporta algo. Y lo bueno, cuando llega, lo hace valer por todo lo anterior.