No tengo casa propia. Pago un alquiler que sube más rápido que mi sueldo. No tengo ahorros, ni margen para imprevistos. No tengo tiempo: vivo corriendo entre el trabajo, las cuentas y las obligaciones.
Necesito todo. Necesito que lo que gano alcance para vivir, no solo para sobrevivir. Necesito que la inflación no me devore cada plan. Necesito poder proyectar, pensar en el año que viene sin miedo a que todo cambie de un mes a otro.
Los precios se mueven con números parecidos a los de Europa, pero los sueldos no. No se trata de pedir un salario más alto por sí mismo: lo que importa es el poder adquisitivo, lo que podemos comprar, lo que nos permite transformar un deseo en una realidad concreta.
Algunos apuestan con todo por el país; otros buscan una salida en Ezeiza. Pero la mayoría no tiene tiempo de tomar partido: no pueden debatir si quedarse o irse, porque su energía está puesta en lo básico, en el día a día. Tan simple (y tan brutal) como eso.
A este escenario se suma la amenaza de que la tecnología y la inteligencia artificial dejen fuera de juego a quienes no logren adaptarse rápido. Como si vivir con la soga al cuello no fuera suficiente, ahora también nos dicen que debemos correr para no quedar atrás.
“NO TENGO NADA. NECESITO TODO” no es solo un título: es la síntesis de una vida vivida al límite. Es un grito colectivo que atraviesa ideologías. No importa si se piensa en un Estado fuerte o en un mercado más libre: el punto de partida es el mismo.
La política necesita entender que no hablamos de estadísticas ni de teorías económicas. Hablamos de millones de personas que trabajan, estudian, crían a sus hijos y esperan que vivir mejor deje de ser un privilegio para volver a ser una expectativa legítima.
Entonces, ¿Qué espera la dirigencia para pensar en propuestas de paz y norte, que no involucren a la guerra como un estadío previo?
Basta de destrucción. Hablemos de construcción.